DUELO


Miraba desde el edificio Montealegre la bella vista de la bahía de Valparaíso, que se divisaba desde el balcón del quinto piso. Pensaba, que lejano debe haber sido ese paraje, para construir en esos años un edificio de medio pelo. Y hoy, cuanto más valían esas propiedades. Perdida su vista hacia Playa Ancha, pensando, que estaría haciendo él en ese momento, en el cual ella no lograba disfrutar, ni siquiera la conversación insípida de los asistentes a la reunión. Ensimismada en sus pensamientos, escuchando las risas, como si se encontrara a metros de distancia, no sintió los pasos del desconocido que se le acercaba por atrás.
-¿Aburrida?-
-No-sobresaltada-sólo observando- mintió. Introdujo su mano en el bolsillo de sus pantalones y saco la cajetilla de cigarros. ¿Por qué siempre hay alguien que, creyendo ser amable, interrumpe los pensamientos?. Encendió un cigarrillo. La noche, como nunca, estaba tibia, las estrellas brillaban en el firmamento. Los ojos de él le parecieron tristes. Y acto seguido pensó en desarmarlo.
-¿y tú, triste?- no esperaba una respuesta tan tajante.
-Siempre-
Relajó el impulso, se sintió perversa, acarició con la voz,
-¿Siempre?-
La respuesta fue un largo silencio, con la vista perdida en el horizonte marino. Le vinieron ganas, maternales, de acariciarle el cabello. Era negro, unas canas comenzaban a blanquear sus sienes, lo encontró hermoso y desvalido. Contuvo el gesto, más por aprensión, que certidumbre.
-La noche está hermosa para caminar-
Ella, asumiendo la invitación del desconocido miro hacía el interior.
-Vamos a comprar cigarrillos- le propuso él, con firmeza. Y sigilosamente se evadieron del gentío.

Tomaron hacía la plazuela San Luís, sin hablar, cuidando el momento
-Me llamo Lucas- le dijo de improviso el desconocido, rompiendo la liturgia.
-Amanda-
Y siguieron caminando, en silencio, largo trecho. Era como si la tristeza los hermanara en una comunión que no necesitaba palabras.

Doblaron por Avenida Alemania, hacía la plaza Bismarck. Se detuvieron en un mirador, sin decirse palabra, acompasados, y luego de un rato de observar las luces de la bahía, continuaron caminando, silenciosos como temiendo que una palabra rompiera el hechizo. Bajaron por la primera calle que encontraron, mudos absortos en sus pensamientos, hasta llegar al final de la calle que desembocaba en una escalera, se miraron y sin decir nada, bajaron. En uno de los recovecos de la escala, a media luz, se sentaron como si una fuerza desconocida los adivinara. Él le ofreció, temeroso, un pito. Amanda aceptó, sin vacilar. Entonces, Lucas sacó de su bolsillo un pequeño paquete y, con manos expertas lió un pitillo. Amanda lo miraba silenciosa, temiendo que al menor suspiro todo se desvaneciera. Lucas le pidió fuego, y ella, asustada ante el sonido de esa voz masculina, buscó en su bolsillo el encendedor. Él le entregó el pito, ella lo encendió, aspiró profundo, guardando el humo en sus pulmones, saboreo, volvió a aspirar y le alargó el pitillo a Lucas. Él, ceremonioso, lo acerco a su boca, sólo entonces, Amanda, se fijó en la belleza de esos labios, que invitaban al beso apasionado. Oculto el ansía, volteando la cara. Luego, Lucas, volvió a ofrecerle el pitillo, ella repitió la operación, aspiró profundo, llenando sus pulmones de humo, y su alma de aires porteños. Así estuvieron hasta que la aguja se consumió por completo. Es de mis propias matas, le confesó Lucas. Es una cannabis índica. Ella, sin decir palabra, se preguntó cómo las reconocía. El silencio volvió a reinar entre los dos, las palabras sobraban en ese mágico instante.

La voz, ronca de Lucas, volvió a sonar en sus oídos, sacándola de su ensimismamiento, casi había olvidado que se encontraba en compañía de él. No porque no supiera que él estaba ahí, sino porque de pronto sintió que eran una sola humanidad.

-¿Estabas muy aburrida en la reunión?-
-No, lo que pasa es que a veces necesito soledad acompañada-
-Entiendo-
-¿De verdad?, porque a veces ni yo misma lo entiendo.
-Sí, dijo seguro- desde hace algunos años, añoro la soledad, pero a veces ésta se me hace tan pesada, que necesito sumergirme en la gente, pero sin contactarme con ella. Cuando te vi, en le balcón, sentí eso en ti y pensé largo rato si interrumpirte, pero te sentí tan semejante que no pude detener el impulso, disculpa si te moleste.
-No, o sí, pero ahora ya no importa.

El silencio, cómplice, los inundo nuevamente. Amanda, lo miró extasiada, volvió a sentir el mismo, sentimiento que en el balcón, pero está vez no retuvo el gesto y le acaricio el pelo, maternalmente. Él se dejó, silencioso, sin mirarla, y luego, como un pequeño felino, restregó su cara por la mano tibia, hasta posar sus labios en la palma, apretándola fuerte con sus grandes manos morenas. Pensó, no merezco esta caricia y la soltó dulcemente. Amanda, escondió las manos en su regazo, aguantando un lagrimón, que se le desbordaba por atávicas heridas de hembra emancipada. Se sintió niña, Lucas adivinando el gesto o el sentimiento, la atrajo en un fuerte abrazo hasta él, y así en silencio rotundo se quedaron, sintiendo la tibieza de los cuerpos extraños.

Está vez, fue Amanda quien rompió el silencio.

-Me molestan las conversaciones insulsas. Esa necesidad de no contactarse desde el sentimiento. No sé si soy demasiado romántica o anticuada, pero necesito contactarme con los otros y otras desde el alma. Sí no el vacío se hace insoportable. Es como si todos se juntaran, para no estar solos, pero mantener la soledad. No hay comunión.

Lucas calló, hacía tiempo que el necesitaba comunicarse desde el alma, pero entre machos eso no es posible, es como si todos ellos llevaran puesta una coraza, desgarrando los sentimientos y sumergiéndose en el alcohol, para terminar hablando tonterías, que no logran comunicar el dolor de la soledad del alma. Y con las mujeres, se termina siempre en una cama y todo se va a al cresta. Sentía como sí el sexo en vez de unir, separara. Cuánto tiempo hacía que no sentía, como esta noche, el calor de una hembra contra su cuerpo. No dijo nada por temor.

Se quedaron, así, anhelantes de comunión, hasta que el frío de la noche porteña comenzó a calarse por su piel. Sin embargo, reprimieron, el frío, un buen rato, sólo por no romper esa simbiosis, como si se adivinaran las almas.

Lucas, rompió el gesto, tomándola de la mano y comenzando a caminar, sin soltarla, sintiendo el traspaso de la tibieza de la mujer. Bajaron por la calle que lleva al ascensor Reina Victoria. Entraron a un bar de Almirante Barroso, y se sirvieron un pisco sour, para calentar el cuerpo. Conscientemente eligieron el lugar, pues allí el ruido no era fuerte, hablaron de eso, de lo molesto de la música a todo volumen de los bares de moda en Valparaíso, que invitaban a la desconexión. Y en silencio, mirándose a los ojos, se bebieron el pisco.

-No lo tomes a mal-dijo Amanda-pero mi departamento está cerca de acá, ¿vamos? Ella sabía con que dobleces se podía tomar está invitación, pero al igual, que hace un rato no había apocado el gesto, no amilanó las palabras.
-Vamos-contesto dichoso Lucas. Como si hubiera estado esperando la invitación.

Y caminaron por Cuming, hasta llegar a la Plaza Del Descanso, frente al Carusso. En una de las tantas casas antiguas, remodeladas, vivía Amanda. Encendió la luz, tenue. Un aroma a incienso le inundo el olfato. Lucas, recorrió con la vista rápidamente, el pequeño departamento era toda ella. Decorado con sobriedad artesanal, dos sillones de mimbre y un pequeño sofá azul intenso, al lado de una pequeña mesa alta, llenaban la sala. Una espléndida biblioteca, separaba, ésta del comedor y al fondo una cocina, tipo americana, con canastos de mimbres y copas en el techo terminaban el lugar. Un pasillo, oculto con una cortina de macramé, insinuaban las otras dependencias del apartamento. Se sintió como en su hogar y sin pedir permiso, se adentró en el lugar. Ella ofreció café, el aceptó un té, mientras tomaba asiento en uno de los pequeños sillones. De pronto se fijó que no habían cortinas en las ventanas, dejando que la luz de los faroles de la calle entraran impertinentes. Chopin sonó en sus oídos y sólo atino a cerrar los ojos, temeroso de despertar de un bello sueño, así, estremecido, arrullado por la música, la sintió hacer en la cocina.

Y los recuerdos se le vinieron a la memoria, junto con el olor a té verde que ya le anegaba el olfato. Su madre y sus ojos de tristeza, los mismo que descubrió un día en los ojos de la mujer que amaba, se le asomaron, por el intersticio del pasado. Las lágrimas brotaron, de sus ojos, como de una vertiente virgen. Amanda, en la cocina, sintió el sollozo y, asustada, se asomó en la sala. Se quedó pasmada, ante la imagen de ese hombre, que en silencio alto, dejaba brotar su llanto. El sentimiento maternal volvió a invadirla, pero esta vez reprimió el gesto, por deferencia con el macho que exponía, sin tapujos, su fragilidad.

Volvió, a la cocina, a terminar de preparar el té verde, cortó un pequeño cogollo de sus matas y se lo puso a la infusión, esto lo relajaría. Sacó un pequeño paquete de yerba del estante y preparo una pipa, nunca había sido buena preparando pitillos. Puso todo en una bandeja, se acercó sigilosa al hombre, que había terminado de enjugar sus lagrimones.

Lucas, agradeció el gesto, sorbió lentamente el té, sintiendo como el liquido, tibio, se escurría por sus venas. Le contó su dolor, como un aluvión incontenible de sentimientos guardados por el macho fuerte, que rompe una represa fisurada por los años. Ella, escuchó en silencio, temerosa de romper el hechizo, que le permitía al hombre, dejar escurrir su dolor.

Su padre, un marino mercante, viril, con fama de mujeriego, acostumbraba a agredir a su madre. Llegaba de sus viajes exigiendo se le atendiera, como al hombre de la casa. No importaba cuánto su madre se esmerara en tener todo en orden, siempre, él encontraba una falla, por la cual rezongar o, en muchas ocasiones, gritar, voltear muebles o patear lo que se le pusiera por delante. Él muchas veces escuchaba desde la oscuridad de su habitación y otras, escondido bajo el aparador del comedor, esperando que ese huracán de testosterona llegará a su fin. No fueron pocas las veces que lo vio golpearla, con inquina, como si la mujer molestara con su sola presencia. Muchas, también, fueron las ocasiones en las cuales después de estos episodios, y marchándose su padre con un fuerte portazo, él, niño inocente, se acercaba a consolar a su madre, como todo un hombre, limpiándole las heridas que el esposo le causaba. Mientras el padre viajaba, parecía que en el hogar se vivía en el paraíso, su madre una mujer afectuosa, acostumbraba a pasar largos ratos mimándolo. Pero, no más bien se enteraban del regreso del hombre, un ambiente tenso se apoderaba del hogar. Llegó a odiarlo, esperando tener la fuerza y el porte necesario, para sacar a su madre de ese infierno y así lo hizo. No más bien tuvo la situación necesaria, denunció al padre a las autoridades y se hizo cargo de su madre. Sin embargo, él recuerda como año tras año, los ojos de su madre se marchitaban llenándose de una tristeza inconmensurable, que nunca se marchó, hasta el día de hoy. Él, se prometió a sí mismo, que nunca haría algo semejante con ninguna mujer, y cumplió, al menos eso creía él.

En la universidad, conoció a una hermosa chica de la cuál se enamoró perdidamente. A esas alturas, él trabajaba para mantener a su madre y pagarse sus estudios, habían conseguido una pensión, descontada por planilla del padre y seguir ocupando la casa que la marina les daba a los oficiales, junto con esto, y gracias a unos profesores de la universidad, se había logrado, que el juzgado pusiera una orden de protección sobre su madre, que le impedía al marido acercarse a una cierta distancia. Él jamás volvió a verlo, nunca lo perdonó. Con los años ha llegado a entender, desde la misma historia de maltrato sufrida en la infancia del padre, pero aunque entiende el dolor de ese ser humano, no logra perdonarlo.

Siendo el que mantenía la casa, habló con su madre, para casarse con su novia. Le quedaba sólo un año de estudio y los padres de ella estaban dispuestos a ayudarlos, con la misma pensión que le daban a ella. Lo que si estaban claros es que evitarían los hijos, al menos durante un tiempo. Fueron los tiempos más felices que recuerda de su vida, aunque la tristeza de los ojos de su madre, se le asomaban, recordándole el dolor vivido en la infancia. Terminó la universidad con honores y, no le fue difícil conseguir un puesto, en uno de los despachos de abogados más importantes de la ciudad. La situación económica se arregló, su esposa al poco tiempo también se tituló y comenzó a ejercer su profesión. Fue cuando su madre le propuso, que formara otra casa. El padre ya había fallecido, y la pensión que le había quedado era más que suficiente para sus gastos, él nunca dejó de darle un sustento, que hizo más holgado aún su pasar, pero sus ojos de tristeza no la abandonaron.

Junto con su amada, armaron el nuevo hogar y, a esto se sumó el hijo. Nació un hermoso varón, que a la fecha ya tiene diez años. Lo llamaron Lucas igual que él. Él cumplió su promesa, nunca tuvo un gesto de agresividad con su mujer. Pero algo paso en su vida. Julia, era la única mujer que el había amado y conocido, nunca antes había hecho el amor, y un extraño sentimiento le comenzó a invadir sus pensamientos, como sería estar con otras mujeres, y del pensamiento al hecho, no paso mucho tiempo. Se enredó primero con una compañera de trabajo, luego cedió a la seducción de una clienta, luego la hija de uno de sus jefes, luego perdió la cuenta. Después de cada uno de sus escarceos amorosos, mentía con una reunión de trabajo, o con que tuvo que quedarse hasta tarde realizando un informe para el tribunal, nunca falto la disculpa justa. Si bien llegaba tarde, nunca dejó de llegar a su casa. Se prometió miles de veces que no volvería a pasar, pero, al igual que un adicto, volvía a recaer, sin ninguna justificación. Y un día vio, en los ojos de su mujer la misma sombra de tristeza que en los de su madre. No podía soportar la culpa, no era posible que ella lo supiera, y siguió otro año más en las infidelidades, mientras los ojos de ella se hacían cada vez más tristes. Él la amaba, con pasión, sabía que si su presencia le faltara, moriría de dolor. Pero no podía decir que no a la seducción de una mujer, aunque muchas veces se vio, seduciendo él. Era como si la adrenalina, producida por el deseo de la posesión, le inyectara nueva fuerza para continuar el día a día. Y los ojos de ella se apagaban como una flama.

Un día, el más descarado de toda su existencia, se atrevió a preguntarle a Julia, por qué de la tristeza de sus ojos. Como se arrepiente de ello. Fue la fuerza que tuvo la mujer para encararle sus infidelidades, lo sabía todo. Lloró, suplicó, juró. Por otro lado le parecía que el descubrirlo abiertamente pondría fin a su doble vida, pero ella no lo perdonó, le pidió que se marchara y al poco tiempo recibió la demanda de nulidad de matrimonio. No podía oponerse, no podía soportar el peso de la tristeza de los ojos de la mujer que amaba. Pero había algo dentro de él que no entendía, finalmente, él, era un hombre y los hombres no son fieles. Antes de firmar la demanda, decidió hablar con Julia, le prometió que nunca más, aunque en su interior, no sabía si podía cumplir esa promesa, volvió a suplicar, pero ella no se conmovió y siguió con la demanda. Él volvió a la casa de su madre, no podía con su dolor, pidió vacaciones, durante un largo periodo se mantuvo encerrado en su cuarto en completa oscuridad. Hasta que un día, su buena madre, entro en la habitación, fuerte, le abrió las cortinas y lo obligó a bañarse. Luego lo sentó en la mesa del comedor, la misma que su padre tantas veces había lanzado lejos, y junto a una taza de café le contó de la tristeza de sus ojos.

Ella se había casado muy joven con su padre, siendo él ya algo mayor, pasaba los treinta mientras ella no llegaba a los veinte. Se había enamorado perdidamente de él, y contra los pronósticos de su familia, ya que tenía fama de mujeriego y violento, no dudo en casarse. Los primeros años de matrimonio fueron buenos. Él viajaba mucho, pero cuando se encontraba en el puerto era un hombre hogareño. Sin embargo, eso cambio. Comenzó a tardar, a dejarla con la mesa servida y ha llegar descaradamente borracho y con olor a perfume de mujer. Ella en un principio guardó silencio, luego le reclamó, fue la primera vez que él se puso violento. Habló con sus padres y decidió irse de la casa, pero en esos días se enteró de su embarazó y, él le juro que nunca más. Ella le creyó, aunque su padre, hombre sabio y amoroso, le advirtió. Luego ya nunca más se atrevió a acudir a ellos y la violencia y las infidelidades aumentaron. Parecía que cada vez que él se enamoraba de una mujer, la violencia contra ella recrudecía. Luego, le juraba que nunca más. Y todo comenzaba de nuevo. Así fue como la alegría se le esfumo de la vida. Y aunque los golpes y los insultos eran terribles, lo que más le dolía en su fuero de mujer eran las infidelidades. No sabe por qué, quizá porque la hacían sentirse tan poca cosa.

Sólo entonces supo del verdadero daño que le había causado a Julia, del porque de la tristeza de sus ojos, pero ya era tarde. Cómo reparar un cristal roto. El golpe más fuerte fue cuando supo que ella tenía otra pareja, creyó enloquecer. Sintió ganas de destruir el mundo y se hundió en la bebida, perdió su empleo, su vida. Su madre estuvo ahí sosteniéndolo. De a poco se fue recobrando, y recobrando su vida, pero no ha podido volver a amar, ni siquiera puede acercarse a una mujer, por temor a dañarla. Sabe a ciencia cierta que no podría ser fiel, que hay una orden que lo obliga a poseer.

Amanda lo escuchó atónita, era la historia de su matrimonio contada por un extraño. Ella nunca había podido perdonar a su esposo, sus infidelidades, incluso aún, cuando le juró amarla solo a ella. Y ahora en labios de este extraño lo comprendía. Comprendía el hado infame al que condenaba la cultura a los machos. Comenzó a llorar, Lucas la abrazó, y lloraron juntos hasta el amanecer. Luego se quedaron dormidos en el sillón y así abrazados los despertó el sol que se colaba, impúdico, por las ventanas sin cortinas del pequeño apartamento.

Cecilia Salazar Díaz. Valparaíso. Abril del 2006.


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